Elisabeth Amat

La moneda dorada

La palabra tren, en Jujuy, despierta sentimientos dormidos. Cuando la dices delante de un alma melancólica, los ojos se encharcan y cuando lo haces frente a un joven, la expresión de incertidumbre se queda por un buen rato. Y lo entiendo porque a pesar de no haber vivido en el siglo XXI en esta provincia me he subido a un tren y lo echo de menos.

21-06-2018 14:35

El tren tiene un olor y un color especial. Los hay viejos, muy viejos y lentos con un ruido que te obliga a pensar en el pasado y los sentimientos que has ido dejando atrás. Y los nuevos, saben a progreso y a esperanza. Así que todos me gustan. Los disfruto y los pienso. Sin embargo, subirse en un uno antiguo y recorrer los pueblos uno a uno, observando las caras de la gente mientras me invento sus historias, es una de mis pasiones favoritas.

Una vez, hace tiempo, una amiga y yo, nos bajamos en una estación casi fantasma. No había mucha gente. Unos pocos viejos que se resistían a abandonar el pueblo, una iglesia, una plaza con una fuente y un camino muy largo que se extendía al lado de las vías de un tren que pasaba cada hora.

Nos sentamos bajo un almendro que le hacía compañía a un asfalto solitario. En el aire se respiraba pena. Me imagino que todo influía: el alquitrán desmigado, las cicatrices de un árbol que vigilaba el paso del tiempo, un muro de piedra cuajado de musgos, y las líneas negras que colgaban en los postes que trasmitían la electricidad. Ni los pájaros cantaban. Mi amiga y yo tampoco porque el silencio era una mezcla de paz y tristeza al mismo tiempo.

El pitido del silbato nos avisó que el tren ya había llegado a la estación.

Ven, le dije. Pusimos las monedas en el rail que comenzaba a temblar preparándose para que le pasaran por encima. Nos apartamos un poco, hasta llegar a un lugar más seguro cerca de un enorme zarzal sin moras por donde se escurrían algunos conejos.

Las ruedas pasaron traqueteando, bañadas del inconfundible olor a grasa y acero. Y, cuando se alejó, encontramos las dos monedas de 100 pesetas entre los hierbajos. Achatadas. Planas y con la cara del rey Juan Carlos aplastada. Eran doradas, como nuestra infancia.

Nos miramos y sonreímos para espantar la amargura de saber que habíamos perdido la niñez. Y nos guardamos la moneda en el bolsillo y prometimos que la esconderíamos en algún cajón, como tantos otros recuerdos....

De vez en cuando la miro una y otra vez, y repaso los bordes, como hacen los ciegos... y pienso que algún día les pueda mostrar a mis hijas cómo aplastar una moneda en Jujuy... cuando vuelva a pasar el tren que una de nuevo a los pueblos y sea la señal del progreso. Quizás también le tenga que enseñar lo que son las monedas porque últimamente sólo se habla de billetes ¡Qué lástima que el bronce esté en peligro de extinción!

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