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Superdonante de plasma: tiene el cuádruple de anticuerpos e hizo tres donaciones

Facundo, un joven bonaerense, desarrolló una cantidad de anticuerpos que supera cuatro veces al promedio de recuperados.

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09-07-2020 18:43

Cuando el ascensor abrió en el piso siete, Facundo Ahumada vio a un equipo de médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, blindado: camisolines en el cuerpo, doble guante cubriendo las manos, doble barbijo, lentes, antiparras, cofias en la cabeza y una estructura parecida a una gorra de baño rodeando los zapatos. Hacía rato que ya nada le parecía una exageración. Poco antes, el traslado desde la guardia hasta ese sector había sido en ambulancia (la distancia entre un punto y otro era de menos de una cuadra) y el ascensor donde permanecía parado era exclusivo para casos sospechosos de coronavirus. Facundo -primer infectado en el Hospital Militar de Buenos Aires- lo inauguraba.

“Para mí era todo nuevo, pero para los médicos también”, dice sobre ese día. Era 17 de marzo y una semana antes había vuelto a la Argentina de un viaje que inició en Suecia y terminó en España e incluyó estadías en Finlandia, Noruega, Bélgica y Holanda. La mayor parte del tiempo se alojó en casas de amigos, de ellos ninguno enfermó. Por eso cree que la transmisión del virus no fue en esos hogares prestados, ni en las comidas que compartió, ni en las calles europeas, tampoco en las competiciones de Rally a las que fue para trabajar como fotógrafo. El contagio, para él, fue en el avión de Madrid a Londres y de Londres a Buenos Aires.

En algún momento, al destrabar la bandeja del asiento y apoyar la comida que recién le había alcanzado un tripulante, o -más probable- a través de la tos de un pasajero sentado cerca, el virus entró. Está convencido que fue ahí, a miles de metros de altura. Un llamado del Gobierno nacional, semanas después de su regreso, le dio esa seguridad: su vuelo estaba cargado de casos positivos. Pero cuando salió del sector de arribos internacionales y estaba su padre esperándolo, no lo sabía. En el mundo todavía no se había declarado la pandemia.

Los síntomas tardaron cuatro días en aparecer. Empezaron en la frente y lo despertaron a los dos de la madrugada. Desde las cejas y hasta el nacimiento del pelo la piel le quemaba de una manera tan intensa que lo obligaba a agarrarse la cabeza con las manos. En 26 años de vida, jamás había sentido así. Si es posible que el cerebro duela, a él le estaba doliendo.

El miedo a contagiar

Tirado en la cama de su habitación, en su casa en Olivos, agotó todas las opciones. Llamó al 107 (línea para residentes de Ciudad de Buenos Aires con síntomas compatibles con el coronavirus) y al 148 (línea con el mismo propósito para bonaerenses). “Quería que me hicieran el hisopado. La ecuación era fácil: venía de una zona de riesgo y tenía fiebre. Pero me dijeron que no, tenía un síntoma y se necesitaban al menos dos”.

A mediados de marzo la definición de caso sospechoso era mucho más estrecha de lo que es hoy. Para que una persona fuera incorporada a esa categoría debía tener fiebre y tos o dificultad respiratoria o falta de olfato y gusto, y haber estado en contacto con infectados o tener un historial de viaje en zonas donde había transmisión local del virus. Facundo no completaba los requisitos: no tenía tos ni se quedaba sin aire al hablar. Sólo ardía de temperatura.

Al día siguiente, al otro y al otro, lo llamaron para chequear su estado. Todo seguía igual aunque la angustia de contagiar a sus padres crecía. En su cabeza repasaba cada acción desde el momento en que los había visto. En el aeropuerto el saludo había sido a través de la palabra, sin besos ni abrazos. Y al cruzar la puerta de la casa familiar, se aisló en su cuarto. Había sido cuidadoso -exagerado le decían los amigos, a quienes les canceló un viaje a Rosario que habían organizado para su vuelta- pero aún así sentía culpa: lo que le pasara a su cuerpo podía determinar si sus padres estaban sanos o enfermos. Debía alejarse.

“Decidí ir a la guardia del Hospital Militar de Buenos Aires -la institución le corresponde por ser empleado del área de informática de la Fuerza Aérea-. Avisé antes cuál era la situación y en el hospital activaron un protocolo para recibirme”.

Aislado, esperó dos horas, tiempo necesario para saber si tenía gripe o faringitis. Si el estudio daba positivo, volvía a su casa. Si daba negativo, podía estar infectado con Covid-19 y era necesario testearlo con la técnica PCR, que busca el genoma del virus. “Como preveía, di negativo a gripe y faringitis. Yo estaba seguro de que me había contagiado, tanto que fui al hospital con una mochila preparada para varios días. Guardé calzoncillos, el cepillo de dientes, el cargador del celular y alcohol en gel, por si en el hospital faltaba”.

Con 38.7 de fiebre y conectado a una bolsa de suero, quedó internado. En ambulancia recorrió menos de 100 metros, subió a un ascensor exclusivo y, cuando las puertas se abrieron en el piso siete, vio en la vestimenta del equipo de salud lo que ya percibía. Él, su cuerpo y las gotas que desprendía al hablar eran una amenaza. Todo enfermo es el paciente cero de otra persona.

El primer huésped de la zona Covid

Camilleros trasladaron a Facundo de la habitación al tomógrafo en silla de ruedas, para que nada tocara. Enfermeras llenaron frascos de laboratorio con su sangre. Infectólogos metieron un hisopo gigante por su garganta y nariz, y rasparon bien en el fondo.

A las 48 horas, el Instituto Malbrán -el único que en ese momento procesaba los test- confirmó la infección por coronavirus.

“Me quedé tranquilo, con ganas de recuperarme, aunque al mismo tiempo muy preocupado por mis papás. Todo el tiempo les preguntaba cómo se sentían”. En las charlas por teléfono prestaba atención a si se oía alguna tos. Por Whatsapp repetía preguntas: ¿Les duele la cabeza? ¿Respiran bien?

La fiebre se prolongó por días y en una tomografía de sus pulmones se detectó un principio de neumonía. Él no sintió el avance, ni los músculos le molestaron de una forma aguda que lo obligara a cambiar de posición. No tuvo que pedir ayuda para salir de la cama y llegar al baño. En la ducha se limpió solo. En comparación a otros infectados, el virus habitaba en Facundo de una manera privilegiada, sin costos altos. Su sangre explicaría después por qué.

“Me dieron paracetamol para la fiebre y dos antibióticos para combatir la neumonía. Al día 10 de internación, mi temperatura era normal pero todavía faltaban dos hisopados para descartar que seguía infectado”.

El 31 de marzo llegó el segundo negativo: podía irse. Antes, un médico se acercó a su cama. Le dijo que debía estar otros 15 días aislado en su casa en Olivos y mantener el distanciamiento con su padres. También le contó sobre un procedimiento nuevo para el coronavirus, pero usado durante décadas para tratar enfermedades infecciosas, como el ébola y la gripe H1N1.

“Le hablé de la donación de plasma, una alternativa en etapa experimental que consiste en la utilización de anticuerpos de un paciente recuperado de Covid en otro paciente que está atravesando la infección”, dice Miguel Buezas, médico clínico del Hospital Militar de Buenos Aires.

A Buezas la pandemia lo agarró en el momento indicado en el servicio indicado. Por un lado, maneja la internación de los pacientes con Covid y por otro, está haciendo una especialización de tres años en el servicio de hemoterapia del hospital. Ahí se hacen las donaciones de plasma de pacientes recuperados dentro de una investigación encabezada por Fernando Polack. El infectólogo y un equipo multidisciplinario, que incluye a nueve instituciones médicas públicas y privadas, están desarrollando el ensayo clínico más grande que se hizo hasta ahora en el país con plasma de exinfectados.

El 31 de marzo, Buezas le pidió a Facundo que pensara en participar como donante. Un mes más tarde, Facundo volvía al hospital para informarse del proceso y permitir que le tomaran una muestra de sangre para chequear su nivel de anticuerpos. En el país, recién empezaban las pruebas y la palabra plasma -líquido donde están contenidos los anticuerpos- era ignorada por la mayoría.

El superdonante

“El tránsito exitoso que tuvo durante la enfermedad se debe a una buena respuesta de su sistema inmune, que generó una gran cantidad de anticuerpos neutralizantes”, cuenta Buezas. Los anticuerpos neutralizantes son aquellos que se unen al virus e interfieren con su capacidad de infectar. “Él pudo fabricar muchos más: tiene el cuádruple comparado a la media de los donantes”, agrega. Por el momento los médicos y las médicas no tienen respuesta al por qué de esa condición, puede ser fortuita, pero si Facundo no hubiera accedido a conectarse a una máquina que le extrajera la sangre, se hubiera perdido su caudal de defensas.

La sangre tiene tres componentes. Están los glóbulos rojos, que le dan el color y llevan oxígeno a todo el cuerpo. También, los glóbulos blancos, que son parte del sistema inmunitario y ayudan a combatir infecciones y otras enfermedades. Y por último, el plasma, que es el líquido entre transparente y amarillo que permite que los glóbulos avancen por las venas y las arterias. El plasma tiene agua, sales y proteínas. Una de esas proteínas son los anticuerpos.

Facundo ya hizo tres donaciones de plasma. En cada extracción, la secuencia fue así: en el servicio de hemoterapia del Hospital Militar, en una sala cubierta de azulejos blancos, se sentó en un sillón de cuerina azul y dejó que un técnico conectara una de sus venas a una máquina. El aparato -del tamaño de una impresora de oficina, con botones, pantalla y cables- es un separador celular que selecciona lo que quiere recuperar de la sangre -en este caso, el plasma con los anticuerpos- y devuelve al donante los componentes restantes -plaquetas y glóbulos rojos-.

“El proceso no es molesto y dura algo así como una hora y media. Hasta ahora siempre me atendió el doctor Guillermo Marra. Mientras estoy conectado, hablamos de fútbol o vemos algún canal de deportes que esté puesto en el televisor de hemoterapia”, dice Facundo. Sabe que tiene hasta 24 oportunidades para donar -es el máximo autorizado- y está dispuesto a cubrir todas.

“Todavía el coronavirus no tiene cura y este es uno de los mecanismos que está en estudio y podría ayudar. Cada vez que doné, me encontré con los mismos médicos y médicas que estuvieron conmigo cuando nadie podía estar. Si ellos se infectan, me gustaría que pudieran tener anticuerpos de otra persona a mano para seguir atendiendo a pacientes, como hicieron conmigo. En eso pienso cada vez que voy a dar plasma”.

Fuente: Clarín.

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