Cultura

Un corto argentino ganó el gran premio en la competencia internacional del Bafici

Además, este domingo se despidió el festival con la película de Rafael Filippelli. Escrita junto a su pareja, Beatriz Sarlo, es una mirada honesta y sin concesiones a la llamada edad de riesgo.

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29-03-2021 07:25

El ritmo de las canciones de Chébere y Trulalá contrasta con la grisura de las calles desangeladas. Pero los dos protagonistas de Mi última aventura, el cortometraje que ganó el Gran Premio en la Competencia Internacional del Bafici (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), están contentos.

Son los suburbios de Córdoba capital, una ciudad muy presente en en esta edición (la más federal, según sus organizadores), y dos amigos, de buzo y capucha, cruzan la noche en una motito sin poder reprimir una sonrisa. Tienen motivos, en un bolso, para mirar su ciudad con ojos de despedida.

Por su parte, The nose or the conspiracy of Mavericks, del ruso Andrei Khzhanovsky, veterano conocido por sus films de animación, se llevó el premio a la mejor película. En la Competencia Americana, inaugurada en este Bafici 22, el premio principal fue para un documental mexicano, Cosas que no hacemos, de Bruno Santamaría Razo. Podría definirse como un ensayo audiovisual sobre la situación de la infancia en un pequeño pueblo de ese país.

En esa competencia se pudo ver también el último trabajo de Mariano Llinás, Canción para la batalla del Tala, una apuesta a la palabra escrita como herramienta narrativa en lo audiovisual, en reunión con la música, como en el cine mudo. Un camino que viene transitando el director de La Flor (ganadora del Bafici 2018) y que ahora lleva a un extremo, interesante y poco preocupado por entretener al espectador.Destacable en la misma sección la premiada El Planeta, de España, de la artista plástica Amalia Ulman (mejor dirección), un film que coprotagoniza con su madre, Ale Ulman. La mejor actuación fue para Elisa Carricajo por Bahía Blanca, sobre la novela de Martín Kohan. El mejor cortometraje fue el portugués Catavento, y el gran premio para la mencionada Mi última aventura, de Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini.La mezcla entre cortos y largos, de ficción o documentales, borroneó las fronteras claras entre películas de uno u otro segmento, y entre algunas gemas que los cinéfilos tuvieron oportunidad de encontrar, hubo también una buena cantidad de films de nivel decepcionante. El formato híbrido, online y presencial, favoreció la llegada de la programación a todas partes. La posibilidad de asistir a funciones presenciales impulsó la operación retorno de las salas, que volvían a abrirse después de un año.

No va más, la película de clausura

La película de clausura de este domingo 28, tiene un título oportuno para la ocasión: No va más. El cineasta Rafael Filipelli (Música nocturna, Secuestro y muerte) compone un crudo, a veces conmovedor diario íntimo, con las herramientas del cine.

Con producción de Mariano Llinás y Juan Villegas, con un guion escrito en colaboración con su pareja, Beatriz Sarlo, Filippelli se anticipa (se anticipó) al confinamiento pandémico y se filmó en su departamento de Caballito solo, en un encierro que lo lleva a dialogar consigo mismo, conectar con sus objetos y sus recuerdos.

Sin crisis sanitaria, ese encierro remite a una especie de metáfora de las limitaciones en la vejez, en la última etapa de la vida. El protagonista/director, se enfrenta a ella en el límite entre la honestidad brutal, con alto grado de exposición -al punto de llorar a cámara- y una humanidad melancólica, más amable. Pero la aspereza está desde el principio, cuando luego de un plano introductorio, bello y logrado, en el que se desplaza por su casa, encendiendo luces, observando por el punto de la mirilla, volviendo a sentarse mientras se escucha pasar el tren, Filippelli dice que podría darse la cabeza contra la pared pero que no, mejor no lo hará.

Su voz alterna, a lo largo de los sesenta minutos de película, el tono jovial (malhumorado) con el que se saca de encima llamadas inoportunas, o da directivas sobre cómo llegar a un lugar a través del portero eléctrico, con las lagunas de la memoria que adjudica a la edad. Como un ensayo acerca de ese experimento sobre la lucidez que es envejecer, su manifiesto sobre ser viejo requiere de la soledad como motor. Y resulta a una vez franco, triste y casi tierno, con brisas de humor sutil que se agradecen.

En una especie de tensión entre los placeres de la vida y la conciencia de que serán los últimos: lo rodean libros, discos, imágenes de jazz, un buen trago, linda iluminación, un deportista de Malevich, la compañía silenciosa de su gato, la lectura de Sartre: aquello de que la amistad también tiende al totalitarismo. Ya desde el título en negativo, está claro que esta no es, ni lo pretende, una mirada amena, tranquilizante sobre la vejez. Pero hay algo en su realización, en esa atmósfera de hombre solo, que perdura. Como algunas de sus pulidas, logradas frases finales:

-No, no lo hago más, me gusta demasiado- le dice alguien a través del teléfono. -Le agradezco, amigo, le agradezco. Usted no se imagina. Para mí, lo más difícil, es olvidar. Muchas gracias.

Fuente: TN

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