Opinión

Los botones de mi madre

Por Elisabeth Amat.

Foto de infancia
Foto de infancia Foto de Elisabeth Amat

Elisabeth Amat por Elisabeth Amat | 13-10-2022 09:05

Cuando se pierde a un ser querido, el día más oscuro no es el de la muerte ni el funeral. Tampoco el aniversario; ni si quiera ese que dieron el mal diagnóstico. Es uno cualquiera, ese en el que te das cuenta que estás vivo y el otro no. Te gustaría compartir un sentimiento, hacer un comentario liviano o explicar una anécdota que te ha hecho sonreír o llorar y de pronto te enfrentas con la cruda realidad. Un vacío que estruje el pecho y que te corta la respiración durante un buen rato. Ese choque, algo intenso, ya me lo he encontrado en varias ocasiones, pero el peor fue el mes pasado, mientras me despedía de una casa que nos vio nacer y crecer a mí y a mis hermanos.

No quiero hacer de esta columna un montón de frases tristes y nostálgicas, porque entiendo que cada uno tiene sus mochilas y, suficiente con las suyas, como para leer y cargar con las de otros. Solamente hoy, con estas líneas que flotan en un espacio internauta, pretendo hacerle un homenaje pequeño a mi madre y a las otras miles de mujeres, que de una u otra manera, hacen lo mismo.

Entre medio de la cantidad de cosas inútiles que se amontonaban en un cuarto oscuro y húmedo de la plancha, escondido en un montón de medias colorinches que no encontraron nunca su pareja, apareció una caja de plástico muy grande, con muchos departamentos chiquitos. En ellos, ordenados por colores, texturas y tamaños, dormían miles de botones. Digo que dormían porque a nadie nunca se le ocurrió pensar que podrían acumularse de esa manera. En ese momento me sentí como un ladrón abriendo cajones cerrados con llave, como un intruso que husmea en intimidades ajenas.

Consciente en que la última vez que alguien los había ajetreado había sido mi madre, empecé a tocarlos con más detenimiento, pensando que así, podía sentir su olor o el tacto de sus dedos gorditos. Observaba si tenían dos o cuatro agujeros mientras palpaba las distintas formas y texturas. Entonces me la imaginé; vestida de domingo por la tarde, sin zapatos, por supuesto, con medias gruesas en los pies, muy cerca del calor de la chimenea del salón. La tv encendida con una película vieja de esas que ponen a las cuatro para que todos nos adormilemos, menos ella que continuaba trabajando, sin que nadie se diera cuenta. Nunca le gustó lo de perder el tiempo, hasta en la charla de la sobremesa, los minutos podían aprovecharse. Ni siquiera se salvaron los segundos soporíferos de la tarde del último día de la semana.

Fue una de esas madres que siempre tenía cosas para hacer. Sino era la clasificación de la ropa por habitaciones, había que sacarle manchas o plancharla. Doblar camisetas o acomodar armarios. Nunca la vi sin hacer nada. O sea que, en los días en que clasificaba botones, estaba pensando en que, en algún momento, alguno de nosotros, iba a necesitar coser uno y que gracias a su extremada dedicación, nos ahorraba el tiempo para buscar el correcto. Los podría haber puesto a todos en una bolsa, ¿no? Pues no. Invirtió su tiempo pensando en nosotros.

A eso se dedican las madres. A hacerle la vida más fácil a los suyos, y, generalmente sin decir ni mu.

Mientras la tuve al lado, nunca pensé que esas actividades le hacían feliz. Sin embargo, ahora que solo puedo recordarla, la veo muy serena, apacible, con los años gastados, repletos de cosas bien hechas... ¿Alguien había visto algo tan perfecto como una caja de botones ordenados por colores, texturas y tamaños?

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